Wonse sabía que el dragón podía leer su mente, al menos los niveles superiores. Estaban en una horrible armonía. Él también podía ver los poderosos pensamientos tras los ojos que tenía ante los suyos. El dragón estaba espantado.
—Lo siento —dijo el secretario débilmente—. Así es como somos. Creo que es una simple cuestión de supervivencia.
¿Nadie enviará a poderosos guerreros para matarme?, pensó, casi quejumbroso.
—No, creo que no.
¿Ni a héroes?
—Ya no. Salen muy caros.
¡Pero voy a comer gente!
A Wonse se le escapó un gemido. Tenía la sensación de que el dragón rebuscaba por su mente, tratando de dar con algo que le permitiera comprender. Notaba, más bien intuía el paso de las imágenes al azar, de dragones, de la era mítica de los reptiles y (aquí sintió el genuino asombro del dragón) de los aspectos menos halagadores de la historia del hombre, que era de los que se componía casi en su totalidad. Después del asombro, llegó la ira. No había nada que el dragón pudiera hacer a los hombres que no hubieran probado ya unos con otros, tarde o temprano, y a menudo con entusiasmo.
¿Cómo tenéis la desfachatez de criticar lo que hago?, le pensó. Se supone que nosotros somos crueles, astutos, desalmados, terribles. Pero te diré una cosa, simio... La gran cabeza se acercó aún más, de manera que Wonse se encontró mirando las profundidades insondables de sus ojos. Nunca quemamos, torturamos o matamos a uno de los nuestros, y luego lo llamamos moralidad.
¡Guardias! ¡Guardias!
Terry Pratchett
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